martes, 3 de septiembre de 2013

Huellas

-¿Por qué dice que somos pequeños? No me gusta la frase, somos grandes.
- No compañera, lo que estamos queriendo decir es que no nos sentimos más que nadie, que somos todos iguales, en realidad lo importante de la frase es esto del final, que haciendo cosas pequeñas podemos cambiar el mundo.
- No me gusta igual, tenemos que dejar de sentirnos pequeños, siempre hacemos lo mismo, nos tiramos abajo, nos achicamos, y así estamos.
- Yo digo que la compañera tiene razón. Tenemos que poner que somos grandes, que diga así: “Gente grande haciendo cosas pequeñas pueden cambiar el mundo”, no gente pequeña.
Con el dedo, Diego iba subrayando la frase sobre la pared azul. Nosotros comprendimos, y borramos el adjetivo “pequeña”, y si che, tenían razón.

La escena corresponde a una jornada de colores. Por el sol, por el azul y el rojo de la garita, por nuestras sonrisas al ver terminado algo que empezamos tiempo atrás. Porque las sonrisas tienen colores, porque los abrazos pintan mejor que los pinceles y porque un colectivo pudo, por fin, sentarse a esperar otro colectivo. A buenos entendidos no hará falta explicar la alegoría, pero por si las dudas, La Tosco al E4.
Proceso que empezó en jornadas de otoño matinal, con botellas de tierra, embudos inventados, manos haciendo honor a su nombre y miradas cómplices, porque sabíamos que arrancaba algo complicado, sin fecha de finalización certera. Pero imaginábamos los colores de ese último día,  y quien imagina tiene, inevitablemente, parte del camino hecho. Quien imagina mueve pulsiones, mueve energías, pucha, imaginar es movilizar. Pero claro, por algún lado había que empezar. Materiales reciclados, dijimos. Y nos miramos. Y volvimos a mirar para el otro lado. Toda la ronda. Tranquilos, nunca falta la mano de alguna arquitecta anarquista, con buena vibra contagiosa y entendida en el tema de hacer rendir recursos. Lo primero, los ladrillos. A juntar botellas viejas, con tapa preferentemente, tenemos que llenarlas de tierra hasta el tope, que no quede aire. Ahí, sobre un montículo de escombros y unas cuentas otras cosas en descomposición se fue cocinando la primera etapa, haciendo la materia prima, con rondas donde las charlas entre vecinos, militantes, colaboradores ocasionales, curiosos y algún que otro perro, tocaban temas tan dispares como el lamentable proceso de la caída de cabello de una de nuestras compañeras, la coyuntura política local y nacional, la suerte del pirata y la T o los entredichos de la semana en los canales de televisión. Compartimos, y sabíamos todos en el fondo que la materia prima no eran solamente los ladrillos sustentables, que los cimientos de lo que sería la garita iban mucho más allá de esos plásticos viejos. Y cuando nos sentáramos sobre el asiento que proyectábamos íbamos en realidad a sentarnos sobre todos esos días, y eso si que son masajes para el culo. Uf, pero cuanto faltaba. Pausa lector, anda a servirte agua de la canilla que todavía te falta mucho.
Segunda etapa. Pozo y estructura. Casa por casa fuimos recolectando herramientas, lo que fuese, una pala, una pinza, un destornillador, todo lo que de alguna manera pudiera encauzar el ingenio. Bajo la eficaz dirección de unos cuantos vecinos entendidos en la materia, el pozo nos lleno los ojos con su forma de garita –sabríamos jornadas más tarde que tanta emoción había provocado un pozo para poner dos garitas y estacionar el colectivo, cosas que se arreglan che-. Estructura: vigas de metal, miramos la mayoría extrañados las explicaciones de los vecinos y nuestra arquitecta, pero no podíamos hacer otra cosa más que decir que sí, que habíamos comprendido. Sabrá usted, los cortes en los brazos duraron unos cuantos días. Amén de este detalle, estructura montada sobre el pozo, los huesos de nuestra garita. Por esos días el invierno era crudo pero nada podía hacer para quebrar tanto entusiasmo.
Entre visitas a ferreterías, madereras y otros cuantos locales de usos múltiples nos hicimos con los materiales, y al pisar el barrio los vecinos nos retaban por nuestro retraso. Habíamos llegado a la etapa crucial: el relleno. Hacer la mezcla fue un proceso excepcional, que produjo tantas carcajadas y cargadas que los setenta metros que separaban la mezcladora –prestada por un vecino- de la garita no parecían gran cosa, bueno, al menos en los primeros viajes. Parafraseando, sea eterna la carretilla que supimos conseguir. Con ese único y ya histórico elemento de traslado fuimos de aquí para allá, de la mezcladora a la garita, de la garita a la mezcladora. Más de uno y una andará preguntándose cómo se hace una mezcla, y pregunte, no sea tímido. Cemento, arena de donde pudiéramos sacar y una piedrita muy chiquita, ¿era granilla? Un fletero interesado en el proceso nos dono las piedritas y abrió las puertas de su casa, su familia y su historia, “vení a saludar hija, estos son los loquitos que vemos ahí los sábados”. Hoy, sus aportes descansan mezclados con botellas rellenas, arena inventada y cemento regateado, y actos y palabras en esa gran memoria que es la garita. Pero no nos apresuremos, que vachache si te faltaba un montón. Las palas iban rotando, asimilando las huellas de todos los presentes en cada jornada, pasáme un rato que ya estas cansado, dale voy a buscar más mezcla. Así, de a poco, entre todos, una capa de mezcla, una de botellas, una de mezcla, una de botellas, una de mezcla, metéle más agua a la próxima ehhh, ahhh daleeee, una de botellas. Se te está escapando por el costado, y qué querés si este encofrado se niega a hacerme caso. Las dificultades, de ese orden. No vamos a andar contando cada jornada, pero hacete la idea, así fuimos terminando la base, y eso valía una choripaneada. Que complejas las paredes, las botellas reacias  a usarse como ladrillo vertical y la mezcla queriendo escaparse. Algún vecino nos comento como veía a la policía robándose las maderas que contenían el proceso de secado, y bueno,  la tarea de las fuerzas represivas del orden es siempre el de no permitir el surgimiento de lo nuevo, de lo disruptivo. Sobre todo porque su materialización tiene una historia, y esa historia, chamigo, no les conviene.

Para no hacértela muy larga, después de un interregno eleccionario en el que estuvimos, vecinos y militantes, abocados a otras tareas, emprendimos la última etapa de construcción de paredes, íntegramente realizada por los vecinos que tanto se reían de nuestras torpezas. Llegamos, así, al día de los colores. ¿Qué se puede decir que no sea caer en frases hechas? ¿Qué podemos contarte que no sea usar las palabritas que intuís van a venir? Preferimos que no, que sabés perfectamente lo que un proceso así implica, una construcción colectiva integra, sin división de tareas manuales e intelectuales, todos articulando esfuerzos, dando opiniones, intercambiando pareceres, y ya no sólo sobre la garita, sino sobre nuestras vidas, sobre nuestras historias, sobre las alegrías y los traspiés, las esperanzas y frustraciones,  y todo eso entre la mezcla pegada hasta en el que te dije, las carcajadas desencadenadas de anécdotas, los mates lavados y los gritos a los choferes del E4: cheee mirá lo que estamos haciendo, paren acá la próxima, subiendo y explicándoles, explicándonos. Quizá mientras cerramos estas notas un vecino este esperando al E4 como nosotros el sábado pasado, y estará sentado sobre algo que es más que una garita de colectivo. O al menos una garita de colectivo tal como solemos considerarla. Seguramente cada vez que uno de nosotros vuelva a sentarse en cualquier garita piense en su origen e intuirá una empresa, en el mejor de los casos licitada sin choreos. De lo que podemos estar seguros es que cuando alguien se siente en la garita del E4 de La Bajada sentirá vibraciones, escuchará voces, oirá risas, mirará atenta una mano que pasa rápido por un pedacito que quedó sin pintar y se esfuma. Es un pedazo de cosa viva, un depósito de de memorias sobre jornadas de trabajo conjunto, huellas de lo compartido. Decían por ahí que lo maravilloso del trabajo humano es su potencia en términos creativos, y analizaban cómo el sistema enajena al hombre de eso, haciendo que no pueda ser consciente de su facultad, que lo que produce se vuelva cosa en sí misma, se fetichice. Pasarán los días, los meses, quizá de nuestro recuerdo cotidiano vayan borrándose los manchones de esos días, pero bastará sentarse en la garita del E4 para escuchar su voz, ¡eh culeado le falta arena a la mezclaaa!

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